domingo, 13 de marzo de 2005

Prólogo del libro 'Borracho'

Una mañana con Bukowski
Eusebio Ruvalcaba*
Lunes, 18 de octubre de 2004


Me habría gustado sentarme una mañana a escuchar música con Bukowski. Una mañana, porque por las mañanas dan más ganas de violentar las cosas -es cuando las mujeres engañan a sus maridos (bueno, cualquier hora es buena para engañar a un marido, pero en las mañanas las cosas son más drásticas, algo así como desollar un french poddle en plena claridad matutina, delante de las mamás paseando a sus hijitos en carreola); cuando los hermanos espían a sus hermanas por el ojo de la cerradura (o las hermanas a las hermanas, o los hermanos a los hermanos, cada quien), cuando papá se va para no volver nunca.Tendría que estar preparado. Nadie puede negar que por las mañanas se antoja una cerveza helada, tal vez para salir de ese estado de estulticia en que solemos despertarnos los mortales (sobre todo porque, también por las mañanas, se estudia y se trabaja, se va por el pan y se lee el periódico, una pendejada tras otra; hay que cubrirse, pues, las espaldas, y una cerveza es ideal para esto). Aunque no bastaría con chelas; tomando en cuenta las preferencias del maestro Bukowski, tendría para él -para él y para mí, quiero decir, porque no me iba a quedar nomás mirando- cuando menos media docena de botellas de Chateau Pichon (una docena es mucho, tampoco iba a estar de acuerdo en que se quedara a dormir en mi casa, al rato iba a amanecer en la misma cama con mi mujer y conmigo); quién sabe cuánto iba a prolongarse el encuentro -que, por otro lado, y no he mencionado lo mejor, iba a tener por protagonistas a dos emes: Mozart y Mahler, favoritos del viejo; míos no, nomás Mozart (Mahler es demasiado farragoso, para intelectuales).Entonces hablaríamos de todo, menos de literatura; así imagino las cosas. Le confesaría algo: que me ha influido como hombre, no como escritor. Y que eso es importante. Para mí. Que en el caso de la literatura, siempre he creído en la fascinación que un hombre ejerce en otro, pero más por la vía de la existencia misma que por la del precepto literario. Pues generalmente los escritores resultan más aburridos que una vaca a punto de parir, zafios y pagados de sí mismos. Creadores de superficialidades a las que llaman (ellos mismos las llaman así) obras maestras, además de que la susodicha influencia entre escritores tiene más de trampa neuronal que de realidad. Y enseguida le preguntaría por qué tenía que agarrarse a madrazos tiro por viaje -en la vida real y en el guión-, que si era un modo de probar su hombría o de dejarse influir por el güey con el que se madreara. ¿O lo verdaderamente importante es el acto de madrearse?; a lo mejor encontraba un vínculo entre los puñetazos y las palabras, no, esto ya suena a choro. Quién sabe si tuviese algún sentido preguntarle esto; pero aunque no le gustara no habría problema alguno: si algo distinguía a Bukowski era, pese a lo que se pudiera pensar a primera vista, la educación.Basta con leer este guión, en que Bukowski está de cuerpo entero, en que se vació como en una gran eyaculación, tal vez la última de su vida. Atrás de todas sus locuras, atrás de todo el desmadre que arma, de sus provocaciones y de sus atropellos, siempre se topa uno con un hombre educado, si por educación entendemos el forje del espíritu. Entre los caballeros de la mesa redonda y él no hay la menor diferencia: mientras que aquéllos iban en busca del Santo Grial, Bukowski va en pos de algo más difícil de obtener: la dignidad, precisamente un tema del que muchos hombres prefieren ni hablar.Creo que la lectura de este guión deja varias lecciones. (Vamos por partes: con todo respeto -no, sin respeto alguno-, pero hay un solo punto en que los guiones superan a las películas, y es que nadie les ha metido mano, nadie los ha violado hasta las entrañas, como suelen hacer los cineastas con todo su equipo de carniceros, y no creo que haya uno que se salve.) La primera lección es el espíritu de derrota que anima al protagonista (Henry Chinaski), y que lo hace crecer ante nuestros ojos; de eso precisamente nos enamoramos de él, porque qué hueva los triunfadores (si tú te consideras un triunfador, regala este libro al taxista, al mesero o a la fichera más próxima, o de plano tíralo a la basura, en cualquier lado estará mejor que en tus manos), hay que sacarle la vuelta al triunfo si queremos conservar intocable el sarro que protege nuestros caños. Cuidado con dejarse llevar por esa finta del destino. De las más siniestras. Porque nunca vas a tener para pagar la factura. La segunda lección es la humildad. Y por alguna razón -ignoro cuál, soy lector profano y al cine casi no voy, excepto si voy con una amiga que me haga el típico favor-, por algún motivo que desconozco, la humildad queda más clara en el guión que en la película. Eso me encanta del personaje protagónico, que la humildad lo empuja y lo regresa, una especie de tequila blanco con cerveza, que es como un émbolo en su corazón, en el corazón de Chinaski, que tantito sube y tantito baja. Eso deberían tenerlo muy claro los escritores, aquellos cuyo émbolo se quedó paralizado en la subida. (Y cito de vuelta a los escritores porque es el gremio que tengo más cercano, y contra el cual Chinaski se lanza a matar en el guión; no en balde se acuesta con su editora, luego de bajarle, naturalmente, una botella de whisky; pero lo sublime es que se la lleva a la cama para deshacerse de ella. Una táctica muy bukowskiana.)Y la tercera y tal vez la última -uno nunca termina de extraerle lecciones a las cosas- es la de la congruencia. Porque vaya que si este hombre es congruente consigo mismo (bebe como escribe, y escribe como bebe), lo cual provoca que la gente alrededor, la gente que se cruza con él en la banqueta, la gente que llama a la puerta de su casa (si es que esa cloaca puede llamarse casa, que es como una madriguera para filósofos; más bien debería llamarse fortaleza), esa gente que se topa con él se sumerja en las aguas pantanosas de la incredulidad o de plano se santigüe nomás de verlo pasar. (Más de una madre, o más de un padre, el típico estadounidense fofo, esos nerds clásicos, que lo mismo son premios Nobel que malandrines inventores de nuevas religiones, con los ojos sin pestañear y vueltos al cielo, han de haber agradecido cuando Bukowski murió; adiós esa mala influencia, hasta la vista ese beodo, ciao.) Pero más mujeres que hombres porque en efecto las sabía tratar. Ya lo dije: las dejaba subir hasta arribita y de pronto les quitaba el banquillo. Y aun madreadas lo seguían adorando. Sabían con quién estaban hablando. ¿O será que a las mujeres les gusta la mala vida? Nada nuevo en todo caso, como nada nuevo bajo el sol. Como este guión mismo, un furúnculo más en la obra del viejo.

*Prólogo al guión Borracho de próxima aparición en Editorial Nula
(Tomado de El Financiero, de la Columna del propio autor llamada Con los oídos abiertos)

1 comentario:

Unknown dijo...

Me encanta Eusebio, este pasaje ya lo había leído, pero la verdad es que lo he olvidado casi todo, ya sabe mi mente se dispersa fácilmente. Pero qué suerte que pudo estar allí. Y cuando vaya a la citada editorial me avisa.
Un saludo,